La ruta por esta zona de Senegal te lleva a descubrir una gran diversidad de paisajes y culturas tribales
VALÈNCIA.-Hay experiencias que cambian la vida, y viajar a Senegal ha sido una de ellas. ¿Por qué me atrae tanto? Quizá por las risas de los niños, que juegan casi con cualquier cosa y se acercan a ti diciendo «cadeau!, cadeau!» [regalo] con unos ojos brillantes y llenos de ilusión, por esas noches estrelladas en las que hipopótamos y monos rompen el silencio o por esos atardeceres con la silueta de los baobabs, símbolo nacional del país. Una magia en la que desconectas de la civilización porque no hay ni internet ni cobertura, el agua caliente es un lujo y te acostumbras a vivir sin prisas.
Recuerdo con especial cariño el País Bassari, quizá la parte más auténtica de Senegal y donde realmente entiendes la riqueza de este país. Es cierto que el viaje de Dakar hasta Tambacounda (cuatrocientos kilómetros) se hace un poco largo porque transcurre por carreteras en mal estado con infinitos baches y transitadas por autobuses que van hasta los topes, con personas sentadas en la baca. Pero cuando atraviesas el parque natural de Niokolo-Koba para ir a Kédougou… ¡Qué aventura! Monos haciendo de piquete en medio de la carretera, el coche a punto de estallar por el calor y yo aprovechando cada parada para que se enfriara el motor para subir a los termiteros enormes... Al cabo de unas horas llegamos a Kédougou, la principal entrada al País Bassari, y estiramos las piernas por su mercado para coger provisiones de cacahuetes —¡qué buenos están!— y comprar nueces de cola, que por lo visto son un chute de cafeína.
Hicimos noche en un pequeño campamento solidario (el dinero sirve para financiar proyectos y ayudar a la comunidad) cerca de Dande, con sus pequeñas cabañas circulares y techos de paja. Es un alojamiento modesto: las habitaciones constan de una cama con mosquitera y la ducha es un espacio con el suelo en el que te llevas tu cubo de agua y lo usas para asearte —toda una odisea porque el agua está muy fría y tienes arena por todas partes—. Tomando una Gazelle, la cerveza de allí, el guía de la ONG Yakaar África nos explicó que en esta zona conviven tres etnias: los peul (mayoritarios y de religión musulmana), los bédik, (minoritarios y de religión animista o cristiana), y los bassari (solo animistas). Nos acostamos pronto porque al día siguiente íbamos a conocer un pueblo peul que vive en lo alto de la montaña.
Nos levantamos incluso antes de que el gallo despertara a todo quisqui para hacer la ruta con tranquilidad. El primer tramo transcurrió entre campos de cacahuetes y otros cultivos hasta que llegamos a los pies del Funta Jalon, la montaña más alta de África occidental, y que sirve de frontera natural con Guinea. La ascensión fue durilla, con piedras resbaladizas y Lorenzo apretando de mala manera. Vamos, con la lengua fuera y avergonzados porque los senegaleses subían casi corriendo con sus chanclas de dedo y las mujeres, con sus hijos a la espalda, llevaban sobre sus cabezas cestas y cubos. Menos mal que teníamos paradas por el camino para coger aire, como la cueva de Dande, donde los primeros bassari vivieron durante años hasta que otras tribus les echaron porque no comulgaban con sus creencias.
Un poco más arriba nos detuvimos en una especie de mirador en el que a tus pies ves el nacimiento de la Gran Cascada y los llamados Dientes de Dande, un acantilado de formas abruptas. Hay que asomarse bien, así que si tienes vértigo mejor que ni lo intentes. Un esfuerzo más y llegamos arriba, donde me sorprendió ver una explanada repleta de termiteros en forma de champiñón y que me vinieron muy bien para sentarme un rato. Por un caminito llegamos al pequeño poblado peul de Dande, rodeado de un manto amarillo (en épocas de lluvias debe estar precioso), con sus casas redondas, con muros de adobe y techo de paja, niños jugando, ganado campando a sus anchas y una hilera de personas yendo a llenar las garrafas al depósito de agua. Como curiosidad, decir que los peul es el pueblo nómada más grande del mundo y el segundo en importancia en Senegal tras los wolof.
Ya abajo, dimos una pequeña vuelta por los poblados de alrededor, con sus puestos callejeros, motos que no sabes cómo circulan y cuya matrícula es la foto de Messi y mujeres con sus coloridos trajes y pañuelos en la cabeza paseando. Me compré un refresco que me dejó la lengua naranja por varios días y fuimos a otros poblados más alejados para darles ropa, material escolar y jabones que habíamos traído de España (fuimos con cinco maletas y regresamos con dos). Todavía recuerdo la felicidad con la que cogían la ropa, se la probaban y me la enseñaban diciendo «jërëjëf (gracias)». Yo les contestaba «ñoko bok» (de nada) con cierta pena de no poder comunicarme con ellos. También recuerdo cómo una niña pequeña se puso a llorar al verme porque nunca había visto a un tubab (significa «blanco») y se pensaba que era el diablo.
El día había sido duro, así que después de cenar nos fuimos a dormir para recuperar fuerzas. Además, al día siguiente nos esperaba una ruta para visitar Iwol, un pueblo de la etnia minoritaria bédik.
Desayunamos bien y nos pusimos en marcha. La subida fue mucho más fácil de lo que pensaba y en menos de una hora ya estábamos en la cima. El paisaje era excepcional: bosque de vegetación exótica, baobabs y buenas vistas de los alrededores, con interminables llanuras salpicadas por los techos de paja de los poblados. Al llegar me sorprendió ver a niñas moliendo el grano. Me animaron a hacerlo y confieso que era bastante cansado porque hay que darle con mucha fuerza y el palo pesa lo suyo. Las mujeres eran muy guapas y en cierto modo presumidas porque llevaban coloridos colgantes, lucían peinados con trenzas y sus orejas repletas de pequeños aros metálicos, e incluso algunas lucían el septum (palo en la nariz). No se inmutaban con nuestra presencia y seguían con sus quehaceres. Eso sí, los niños no paraban de revolotear a nuestro lado pidiendo caramelos.
Una mujer nos invitó a ver su casa. Era muy sencilla, con varios jergones, utensilios agrícolas colgados, cajas en el suelo y un hogar en el centro. Después seguimos dando un paseo, viendo la escuela, la iglesia y ese gran baobab de quinientos años de antigüedad y veinte metros de diámetro que está en medio del poblado. A su lado, una enorme ceiba que daba un toque aún más mágico al lugar. En ese rincón estaba enterrado un antiguo jefe bédik y muy cerca, con una chaqueta roja, nos encontramos al sabio del pueblo. Precisamente fue a él a quien le dimos las nueces de cola.
Después de la visita regresé al campamento con una sensación extraña, como si nuestra visita rompiera la magia del lugar. Una reflexión que sigue acompañándome pero que se disipa cada vez que recuerdo otros momentos del viaje, como cuando estuvimos en un orfanato, en un hospital o visitamos otros puntos de Senegal. Lo dicho, viajar a Senegal te cambia la vida.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 63 (enero 2020) de la revista Plaza