El veto europeo a los transgénicos hace perder un mercado de millones de euros. Financiados con fondos públicos, estudios pioneros como la naranja dorada valenciana, sobreviven gracias a las grandes empresas de Estados Unidos, Argentina o Brasil, a la vanguardia de la economía impulsada por esta tecnología verde para la mejora de los cultivos. ¿Europa ha perdido el tren de los transgénicos? Expertos y empresarios dan las claves
VALENCIA. Leandro Peña es una eminencia mundial en la mejora genética de los cítricos. Una de sus líneas de investigación dio lugar, en 2014, a la naranja dorada, un transgénico rico en betacaroteno, a partir de un estudio pionero fruto de la colaboración de tres entidades científicas valencianas: el Instituto Valenciano de Investigaciones Agrarias (IVIA), el Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos (IATA) y la empresa biotecnológica Biópolis. Pero, pese a los esfuerzos y los fondos invertidos, la aplicación de esta naranja transgénica valenciana no verá la luz en Valencia.
El aroma y la calidez del color de las naranjas que se acumulan en una de sus mesas de trabajo chocan con la frialdad del blanco aséptico propio de cualquier laboratorio. Hay doradas, con betacaroteno, la provitamina A que la hace más antioxidante que la convencional. También rojizas y púrpuras, con pigmentos vegetales como licopenos y antocianos. «Se trata de ofrecer una naranja diferenciada, con propiedades saludables», señala Peña. «Las cultivamos a gran escala para producir cantidades suficientes con el fin de probar si son buenas para la salud. Este año haremos los ensayos en ratones, pero todavía es aventurado decir si saldrán al mercado».
Esos cultivos a gran escala no están en Valencia, sino en Brasil. Después de 21 años como investigador de plantilla, Peña, y su naranja transgénica, tuvo que salir del IVIA hace dos años por aceptar la oferta del centro de investigación Fundecitrus. Su equipo puede seguir trabajando en Valencia gracias a esta fundación sin ánimo de lucro financiada por la asociación de citricultores de Sao Paulo. «Estamos introduciendo genes de las sanguinas, cuyo único atractivo es su color púrpura, en variedades muy productivas como la naranja Valencia y la naranja pera, las más utilizadas en Brasil para hacer zumo. Si nos pagaran aquí, lo haríamos con las Navel», anota en un guiño Peña.
Brasil le permite cosas que aquí no puede hacer, reconoce el investigador. La compleja normativa europea de restricción y una opinión pública a la contra frenan a las empresas a lanzarse a apoyar las investigaciones en transgénicos, una tecnología que mueve millones de haría falta gente con más visión de futuro. He tenido conversaciones con grandes empresas valencianas de cítricos. Hay interés, pero temen perder mercado en Europa si se les relaciona con cultivos transgénicos».
El proyecto de la naranja dorada salió del IVIA sin patentarse, recuerda este investigador, alojado ahora en un laboratorio del Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas (Ibmcp), en la acristalada Ciudad Politécnica de la Innovación. «En el IVIA no hay un servicio de apoyo para las patentes, cada investigador se tiene que buscar la vida. Ahora todo lo que hacemos con Brasil se patenta, pero son patentes sólo para proteger los avances, sin royalties tanto para la citricultura de Sao Paulo como de España, aunque la propiedad pertenezca a Fundecitrus», explica este investigador que, al trabajar para Brasil, no puede solicitar proyectos de investigación en España.
«El Dr. Leandro Peña se marchó por una decisión personal. Reconocemos su gran trayectoria científica, pero no podemos entrar en decisiones personales. Proyectos como la naranja dorada, que producen cierto material sin salida en el mercado europeo, se acaban por sí mismos por las restricciones legales existentes», explica Enrique Moltó, director del IVIA, el centro pionero en el control biológico de plagas en España y Europa, cuyos objetivos se encaminan a intensificar la producción ecológica, sin dejar de lado los transgénicos aunque en su versión no comercial, enfocada a la investigación básica para generar conocimiento sobre la fisiología y el desarrollo de las plantas.
Los transgénicos siguen siendo un tema tabú para el que todavía no ha llegado su tiempo. Así lo manifiesta a Plaza, Vicente Giner, propietario de una de las grandes empresas exportadoras de la citricultura valenciana. «Europa no está perdiendo una oportunidad al prohibir los transgénicos. Podemos vivir como estamos. Los transgénicos pueden ser un producto que a la hora de comer no sean lo aromático, jugoso o dulce que el consumidor quiere. Nuestra preocupación es conseguir productos que sean aceptados por los 300 millones de europeos, y el mayor daño ahora está en la competencia directa de países como Turquía, Egipto y Marruecos. Y no queremos perder nuestra hegemonía, estrategia y dominio en Europa».
Un ejemplo similar a la naranja transgénica se encuentra en el trigo apto para celíacos, nacido en el Instituto de Agricultura Sostenible de Córdoba, que ahora desarrolla una empresa de Estados Unidos. «Se ha conseguido que un laboratorio financiado con fondos públicos que obtiene un producto interesante para la sociedad no pueda comercializarse aquí. Nuestro punto débil reside en la falta de una legislación que diferencie los controles para cada producto transgénico. La consecuencia es que los únicos transgénicos con salida al mercado son los de grandes multinacionales», observa el investigador Alejandro Atarés, del IBMCP, integrante del grupo liderado por Vicente Moreno, con líneas de investigación como el tomate arlequín, un mutante obtenido mediante transformación genética que hace comestible el sépalo de la planta, y los caracteres relacionados con la tolerancia a la sequía y la salinidad.
Dada su novedad, el protocolo de seguridad de los transgénicos es más estricto que los de cualquier otro alimento, anota el bioquímico José Miguel Mulet. «Si tuviéramos que pedir ese mismo control a los productos no transgénicos, muchos tendrían que desaparecer del supermercado. El proceso de control es exasperantemente largo y caro en Europa, pero en Estados Unidos es mucho más fácil. Las empresas españolas argumentan que no les interesa porque no hay mercado, pero ellas mismas fomentan la mala imagen de los transgénicos al etiquetar muchos productos como que no contienen soja transgénica o maíz transgénico. Ese etiquetado es ilegal. La ley obliga a etiquetar qué tienen, no lo que no tienen».
Alejandro Atarés: «Si pidiéramos el mismo control a los no transgénicos, muchos desaparecerían»
El bloqueo europeo se remonta a cuando la multinacional Monsanto se convirtió en la primera empresa en tener transgénicos en el mercado. Firmas como Bayer, BASF o Syngenta — Novartis entonces— apoyaron las leyes proteccionistas antitransgénicas en Europa por no estar preparados para competir con Monsanto, recuerda este divulgador científico, referente de la defensa de los transgénicos en los foros públicos. «La tecnología transgénica se inventó en la Universidad de Gent (Bélgica) en los años 80. Europa lo tenía todo para haber llevado la delantera tecnológica, pero llegó la cerrazón política y todo se lo ha quedado Estados Unidos, y ahora también China, que acaba de comprar Syngenta, el gigante de las semillas, mientras Europa depende cada vez más de las importaciones de alimentos, que ahora llegan al 30%».
Aunque limita su comercialización, Europa importa transgénicos en forma de soja y maíz de Argentina y Brasil para el ganado, y de algodón de India, Pakistán y Australia, apunta Mulet, para quien la oportunidad de Europa ya está perdida, como ilustra el caso del algodón transgénico. «Las primeras pruebas se hicieron en Sevilla en los años 90, con resultados óptimos contra el problema del gusano rojo, pero se prohibió. Por no poder competir con los precios bajos del algodón transgénico de fuera, ahora tenemos ropa de algodón importado y nuestra industria ha desaparecido».
España lidera la producción ecológica y transgénica, subraya Mulet, pero ambas formas de agricultura conviven en condicionantes muy distintas. «Los transgénicos no tienen publicidad, el propio Ministerio de Agricultura no hace ninguna divulgación, y parece que sólo se haga ecológico. Los cultivos del maíz transgénico, que es el único que puede sembrarse en Europa, crecen un 10% cada año. Si se habla tanto de proteger el trabajo agrícola y de recuperar la España rural, se pierde una oportunidad demonizando lo mejor que está funcionando».
Cada vez que alguien coge un avión a América crea un riesgo ecológico mucho mayor que una plantación de transgénicos, ilustra el investigador Diego Orzáez. «Si se aplicara el mismo principio de precaución que en los transgénicos, tendríamos que quedarnos en casa». Para este investigador, el gran problema de los transgénicos es carecer del efecto tractor para impulsar su comercialización en el mundo empresarial, a diferencia de la biomedicina o la ingeniería de motores. «En nuestro caso, seguimos agazapados. Aunque sea el tomate más maravilloso del mundo, si es transgénico, se quedará en el cajón como prueba de concepto».
Alojado en el IBMCP, Orzáez estudia las plantas transgénicas para la alimentación y la producción de antivenenos y vacunas. Hace unos años también exploró una solución mixta, la de los tomates púrpura, produciendo anticuerpos en los tomates frente a infecciones virales en el tracto intestinal por rotavirus. «Intentamos obtener medicamentos a partir de plantas transgénicas como sistemas de producción más baratos y accesibles que otros métodos, como las células de mamíferos.
Menos discutidos que los alimentos, los medicamentos pueden ser una cabeza de puente para reducir los miedos y las suspicacias que siempre han suscitado las investigaciones en plantas transgénicas. Lo de Europa es como una segunda Inquisición, y vamos a tener un fuerte desfase tecnológico. Los centros que no sean productores de esta tecnología se quedarán atrás en poder de decisión e independencia económica».
Optimista por las puertas que puede dejar abiertas el reciente cambio en la regulación de los transgénicos, que ha dejado de ser materia común en la UE, Orzáez reivindica la democratización de la biotecnología de plantas como lo hizo el ordenador personal y el software libre. «No sólo se dejan pasar millones de euros en Europa. Hay que llegar también al pequeño agricultor, porque esta tecnología será una necesidad para la humanidad. El maíz Bt de Monsanto es lo último en lo que quisiera ver convertida la biotecnología. Apuesto por una biotecnología verde para la gente, para que el agricultor de Alcalà de Xivert o de El Perelló pueda elegir y aportar valores añadidos a sus variedades locales».
(Este artículo se publicó originalmente en el número de marzo de Plaza)