Valencia Plaza inicia con el vicealcalde de València por Compromís una serie de perfiles de los líderes municipales
VALÈNCIA. Hay algo sugerente en el viñedo para alguien que iba todos sus veranos adolescentes a uno de los pueblecitos que salpica la provincia de Cuenca. El paisaje, su orografía, la disposición o incluso la forma en que se presentan las vides, manos que brotan de la tierra, simétrica y racionalmente repartidas por las llanuras onduladas. Le resultan árboles dormidos y, al mismo tiempo, llenos de vida. Lo cierto es que viajar al pueblo paterno era, entre otras cosas para Sergi Campillo (València, 1978), embriagarse por el paisaje. Campillo es un hombre de paisajes.
No es extraño en él. Ve en los documentales de La 2 un excitante y no una banda sonora del letargo. Al menos una vez al mes intenta saciar su sed de tierra. Va aquí o allá poniendo la mirada habitualmente en la montaña. El bosque mediterráneo es mágico, cuenta, y la Serra d'Espadà, por ejemplo, como un cuento, con sus grandiosos alcornoques cuya estrecha relación productiva con el ser humano a través del corcho le fascina. Su fascinación por los paisajes abiertos y calmados contrasta con su naturaleza nerviosa, pese a la cual consigue contenerse. Su paso habitual no es pausado. Andar, eso sí, le gusta.
Hoy se da un garbeo por el Jardín Botánico de València, cuyo verde llega donde alcanza la vista, y en cuyo cielo tamizado por las ramas flota el coro de las aves sobre el rumor del tráfico. Trae aquí a Valencia Plaza porque quizá es lo más simbólico y definitorio de él. Habla de la naturaleza con fruición, lo cual podría atribuirse a algún deber deontológico -estudió Biología-; pero no, le sale solo. El final de su historia por ahora es público: edil de gobierno de València por Compromís. Pero al rebobinar, como a cualquiera, a Campillo le asaltan interrogantes.
En su caso, es un naturalista frustrado y piensa en lo que podría haber sido de su carrera como investigador. En haberse tirado la manta a la cabeza cuando podía, en haber huido lejos, a la Sabana africana, a realizar estudios en vertebrados -le apasionan los vertebrados-. Pero nadie sabrá qué hubiera sido de aquel Sergi, porque aquel Sergi nunca hizo lo que el de ahora imagina idealizando con la mirada. En su lugar, tras acabar una tesis de seis años, emprendió un trabajo en un centro de investigación de salud pública en una plaza que se antojaba permanente, pero no fue así. Más tarde se empleó en una empresa tecnológica que no acabó cuajando.
Fuera un error o no aquella decisión, la de quedarse en València, el camino no ha sido en balde. Campillo se muestra férreo defensor de cierto empirismo vital. La prueba-error y el fracaso como parte de la maduración personal. Reivindica el derecho a fallar y, en la administración -como en la vida-, a apostar por proyectos que quizá no acaban triunfando. Que no sea porque no se haya intentado. Es posible que lo haya extraído de sus andanzas en lo científico. Una tesis de seis años enseña a muchas cosas, y entre ellas, a gestionar obstáculos y más obstáculos. No en vano se le considera de los mejores y más rigurosos gestores del actual equipo de gobierno, tanto desde la oposición como entre sus compañeros.
Ante ello responde como quien ya ha oído el mismo halago más de una vez, dejándolo en el aire: “Eso lo tendrán que decir los demás”. Pese a lamentar lo poco que tiene la política de la ciencia, sí dice tener muy asimilado lo que podría llamarse ética de la gestión: es exigente -y así lo corroboran quienes le conocen- consigo mismo y con su equipo. Pudiera aparentarse que esto también va con la ciencia, pero dirigir una ciudad como València es otra cosa. Y uno, sostiene, ha de ser consciente “de lo que tiene entre manos”: una urbe de 800.000 habitantes que, además, “tienen el derecho a exigir que se gestione bien”.
Campillo es de los que ve en la mujer la solución para los grandes problemas que acechan a la humanidad por su manera de trabajar “más horizontal y diferente”. Se define almodovariano en tanto su comprensión del complejo universo de las mujeres. Por ello siempre mantuvo una especial conexión con su madre y conforme han pasado los años se constata su proximidad a lo femenino: la mayoría de sus amistades son ellas; la mayoría de los equipos que construye, también.
Mirar a la juventud puede ofrecer algunas respuestas: “Siempre he dicho que en la adolescencia me salvaron emocionalmente las mujeres como a tantos chicos homosexuales que no entraban en la norma”. De hecho, no es posible picotear en lo personal del edil sin abordar la homosexualidad. En su recuerdo quedan las burlas, durante la pubertad, de un grupo de compañeros en un encuentro escolar juvenil. Lo aislaron. Se aisló. Y aunque en aquel momento no le supuso mayor preocupación, visto en perspectiva sí había florecido en él inconscientemente la semilla de la inseguridad: este suceso retrasó su salida del armario.
Mucho ha llovido desde entonces y ahora ser gay no se vive igual. “Porque nos hemos hecho visibles y hemos reivindicado nuestra dignidad”, recalca. Su historia, como la de muchos otros, ha pasado por hacer público algo que en principio se podría considerar personal. Así, resulta inevitable para el regidor conectar lo personal y lo político. “He vivido una vida que es una reivindicación del derecho a la existencia”.
Fue con apenas veinte años cuando su pareja, José de Lamo, le propuso formar parte del colectivo LGTB Lambda. Aquí, y aunque desde joven había sido curioso intelectualmente, fue donde adquirió plena consciencia política, de una manera de hacer política, la de las organizaciones sociales. Su experiencia le hace reconocer el papel del asociacionismo y su poder para movilizar a los partidos. Ocurrió con los derechos LGTB y ocurre siempre, insiste. “Allí aprendimos a hacer política y no partidismo”.
Campillo se crio en Benimaclet, y pasó su infancia en el colegio Claret. Concertado, católico, “pero muy de barrio obrero”. Porque Benimaclet, dice, tiene una parte de clase obrera importante. Uno le pregunta por la religión, pero por unas o por otras, esto también acaba en los derechos LGTB. Para el edil, el problema de la religión no es la religión per se, sino la jerarquía institucional. Es ateo, pero propugna un profundo respeto por el sentimiento religioso. Por ello, explica que “al contrario de lo que piensa mucha gente”, la religión no debe circunscribirse tampoco al ámbito privado, como se ha conseguido con la identidad sexual. “Yo también he evolucionado en ese sentido porque empatizo con esa reivindicación”.
Sin embargo, es para él la jerarquía religiosa y su “excesiva injerencia” en la moral de los no creyentes lo que ha generado cierta animadversión “defensiva” entre gays, lesbianas, transexuales y bisexuales. El actual Papa le resulta razonable, pero recuerda el año 2006, cuando Benedicto XVI –un Papa “muy excluyente que condenaba cualquier tipo de moral que no fuera la que estrictamente la de la Iglesia Católica”- protagonizó el Encuentro Mundial de las Familias en València. El día que el Pontífice oficiaba la misa central, él y su pareja, junto con Luisa Notario -ahora también edil de Compromís- y su respectiva pareja, celebraron su enlace matrimonial en clave de contestación.
No siempre habla de política cuando queda con sus amigos, apunta, pero cuando lo personal es político, la línea a veces se antoja difusa. Una de sus aficiones culturales es asistir al teatro. Otra, la lectura. Especialmente, de novelas históricas. Reseña como ejemplo Victus, de Albert Sánchez Piñol, sobre la Guerra de Sucesión. Autor de cuya pluma devora ahora La pell freda. Pero recientemente, también han pasado por su mesilla de noche escritores como Mario Benedetti narrando el exilio y la represión durante la dictadura. “Leo menos de lo que me gustaría, pero lo hago todos los días. Me gusta el momento de antes de ir a dormir”.
Pese a no ser excesivamente melómano, de sus años de estudio extrajo el gusto por la música electrónica, que no del bakalao. Tanto para la investigación como para el baile, Campillo encuentra en ella una cadencia regular que ayuda tanto a la concentración como al meneo. “Entras como en una especie de armonía”, explica, y referencia grupos como el británico Massive Attack.
Campillo confiesa las dos almas que en él perviven cuando se le plantea la dicotomía entre una gran ciudad y el entorno rural. Admite que alguna vez se ha planteado, por su enlace cuasi innato con el medio ambiente, ir a vivir al campo. No ha de ser necesariamente a un mas perdido en la montaña -lo cual tampoco parece incomodarle- pero le atrae la idea de desplazarse, al menos, a una pequeña población. Sólo hay un problema: se confiesa urbanita, ama la vida cultural de la urbe, salir a pasear por el casco histórico, disfrutar de sus terrazas y desplazarse en bicicleta por parques y calles. Le encanta València. Por ello, el traslado queda descartado, al menos de momento. Pero mientras, el Jardín Botánico es un enlace entre los dos mundos, el urbano y el natural, donde además se halla un tercero, el científico. Un oasis del naturalismo en la malla de asfalto. Quizá por ello hoy Campillo quería venir aquí.