VALÈNCIA. Elías Pesara parece feliz en su mundo. Su mundo es un taller no muy luminoso en uno de esos días grises de esta Valencia irreconocible. Allí, con una gorra calada, una camisa de cuadros y un delantal gastado, coge sus herramientas con sus manos enguantadas y pierde la noción del tiempo mientras trastea con una bicicleta subida en alto. Al principio Elías impone. Es un tipo grande, con una mirada dura y una barba larga, como de yihadista. Pero con un rato de conversación te gana y te demuestra sin quererlo que es una persona humilde, bienintencionada y sin más ambición en la vida que ser feliz, no deberle nada a nadie y tener para comer cada día junto a su mujer y su niña de ocho años.
Elías es también el Negro Bicicletero, la marca que se ha hecho en este taller atiborrado de bicicletas de la calle Filipinas, en los confines de Ruzafa, frente al murete que separa la ciudad de las vías del tren nada más salir de la Estación del Norte. Fuera, frente a la puerta, hay varias bicicletas aparcadas y dentro, de pie, en el suelo, o colgadas del techo y de la pared, hay muchas más. "Casi todas son mías. Me las compro porque me gustan", cuenta con ese acento argentino que parece que te embadurne los oídos con dulce de leche. Este mecánico vino de la Córdoba argentina hace ya catorce años. Dejó atrás un país en crisis en 2004 y en cuatro años se metió en otra. Como escapar de un huracán y caer en otro. Pero siempre salió airoso. Porque Elías es de esas personas que se adaptan a lo que sea, que saben hacer mil cosas y que no tienen problema alguno en remangarse y ponerse a trabajar de sol a sol. Hasta que el viento gira y la vida se vuelve más plácida. Y siempre gira.
Este argentino bonachón tiene 47 años y una vida llena de cambios. "Mi viejo era 'milico', militar de las fuerzas armadas, y como éramos cuatro hermanos, mi vieja salió a currar también para echar un cable. Ella era costurera y trabajaba en una fábrica cosiendo sábanas. Mi viejo no tenía estudios y le tocó hacer el servicio militar, donde te permitían estudiar a las vez. A él le gustaba la mecánica y se hizo un módulo. Acabó siendo suboficial mayor", explica Elías para retratar a los padres de su infancia. Él y otro hermano nacieron en Río Gallegos, en la punta de Sudamérica, al sur. Luego se mudaron a La Rioja, al norte de Argentina, donde estuvieron doce años y donde nacieron sus otros dos hermanos, y finalmente acabaron en Córdoba, que es de donde él se siente realmente y de donde eran originariamente sus padres.
Siempre se adaptó bien a los cambios. A Córdoba llegó con 14 años. Para cualquier otro adolescente hubiera sido un drama cortar con su presente e iniciar una vida en otro lugar. Para él no. Y encima agradece a sus padres que renunciaran a vivir en los cuarteles o en los 'guetos' para militares. "Íbamos a barrios humildes y nos mezclábamos con todos. Nunca nos gustó eso de juntarnos solo con los hijos de los milicos. Mis viejos nos inculcaron que todos somos iguales y eso se lo agradezco. De hecho yo soy lo que soy gracias a ellos".
Nunca sobró un peso en casa. La suya era una de esas familias que pedían un crédito para pagar el anterior. "El día 10 ya sabías que no había dinero para llegar al día 20, entonces te toca refinanciar, y del 20 al 30, ya directamente subsistir". Y luego llegó el Corralito, cuando Elías tenía ya 21 años y había entrado a trabajar en la Fiat después de haber estudiado en un colegio técnico. "En la fábrica empezaron a echar a gente en 1998. A mí se me daban bien los retoques de pintura y dos años antes me mandaron a vivir a Brasil porque enviaban coches para allá en barco y al llegar, del vaivén, había que hacerles alguna reparación, así que en el 96 y el 97 estuve en Belo Horizonte. A partir del 98 la empresa empezó a cortar gente. Éramos 5.000 empleados y a principios de 2000 quedábamos 2.500. La gente tenía dos mil o tres mil dólares, se los quitó el banco cuando estaba 1 a 1 y les dijo que lo iba a poner a 1,50 y que se iba a mantener para siempre, pero a las dos semanas el dólar se fue a 3,50 o 4,50 y la gente lo perdió absolutamente todo".
Suena un taladro por detrás. El taller es largo y tan profundo que no se atisba el final, solo un rincón oscuro allá al fondo. Están de obras en la planta baja de al lado. Un bajo que antes usaba él y que tuvo que soltar cuando empezó la pandemia. A un lado, junto a la entrada, hay un mueble viejo y, sobre él, un par de tableros del que cuelga una colección de herramientas de todo tipo: llaves, destornilladores, alicates... "Siempre me gustaron las herramientas", se defiende antes de rememorar que la afición puede que le venga de su padre, que le gustaba hacer sus pequeñas reparaciones, y sobre todo de su hermano mayor, que fue prosperando, especializándose en robótica, hasta que acabó como jefe de mantenimiento de una empresa estadounidense.
Cuando ascendieron a su padre, como un privilegio, le permitieron llevar el coche al cuartel y hacer allí las reparaciones. Mientras, los niños jugaban por allí y aprendían a manejar un tractor. Elías siempre tuvo facilidad para aprender a usar las máquinas. Por eso, cuando le tiraron de la Fiat en 2002, se puso a trabajar en el taller de motos de un amigo. Luego lo cambió por uno de automóviles. Hasta que, en 2003, un poco harto de ir dando tumbos, empezó a escuchar los cantos de sirena de un tío de su novia que vivía en Murcia y que le decía que, con su don para las herramientas, fijo que iba a encontrar trabajo en España. A su chica, Nati, que era de Rafaela (Santa Fe), la conoció cuando se fue a Córdoba a estudiar Periodismo. A ella le gustaban las motos y Elías la sedujo subido a su despampanante Honda Shadow 600. Su familia provenía de Italia y tenía la doble nacionalidad. Así que, cuando se plantearon irse a España, pensaron que lo mejor era casarse. En 2004 cruzaron el Atlántico y se instalaron en Murcia. Antes, como su familiar era camionero, Elías, que entonces tenía 29 años, se sacó todos los carnets posibles para ampliar sus posibilidades.
No duraron mucho en Murcia. Solo unos meses. Elías tenía un conocido en València y cuando fue a visitarlo se enamoró de la ciudad. "Me gustó; lo vi todo práctico y me dio muy buen rollo la gente, así que en septiembre ya nos vinimos aquí". Estos dos jóvenes llegaron con lo justo. El hermano de Elías les prestó dinero y este le acabó vendiendo la Shadow. "La moto con la que, qué cosas, tiempo después, en 2008, tuvo el accidente que le costó la vida". Elías cuenta esto y acelera para no dejar un hueco por el que entrar. Rápidamente cuenta que Nati y él siempre tuvieron facilidad para hacer amigos. Él no tardó en entrar en una empresa que hacía una especie de plan Renove con tractores. Vendía un tractor nuevo rebajado a cambio del antiguo, que se lo quedaba para revenderlo en Marruecos. Como Elías sabía conducirlos, lo tuvo fácil. Y si hacía falta echar una mano como mecánico, también podía. Y si había que llevar una mercancía en camión, él tenía el carnet. Y nunca ponía pegas.
Al final alcanzó un sueldo que les permitía vivir holgadamente. Su novia trabajaba de camarera al lado de un banco en el que los trabajadores iban a diario al bar. Era 2007 y estaban barajando comprarse un piso, así que fueron al banco a pedir un crédito. "Nos iba bien, yo ganaba más de dos mil euros, pero la chica tenía tan buen rollo con Nati que nos alertó de que al año siguiente el tipo de interés iba a subir más del doble. Nos dijo que nos lo pensáramos bien, así que a la noche lo hablamos y lo frenamos. Al año siguiente todo se fue a la mierda...".
Él aguantó hasta 2009. Luego se quedó sin trabajo. Probó a sacarse un jornal en la playa, con las tumbonas, pero duró cinco días. Un sueldo precario por un trabajo de muchas horas rodeado de gente poco agradable. Un año antes, en 2008, decidió irse a Argentina para pasar la Nochevieja con su hermano mayor. Alquilaron una casa en Carlos Paz -cerca de Córdoba y al lado del lago San Roque-. Pasaron juntos el verano argentino y a finales de enero volvió a España. No por mucho tiempo. El 10 de febrero tuvo que regresar a su país porque su hermano tuvo el accidente. Un sábado se fue en la moto con sus colegas a ver un festival de música. El domingo avisó a su pareja de que iba a salir y nunca llegó. "Lo bueno fue que, como quien dice, me despedí de él con todos esos días que pasé a su lado. Creo que hubiera sido distinto de no haber compartido esos días. Él tenía pensado venir para acá y estoy seguro de que hubiéramos acabado currando juntos. Era un friki de la robótica y funcionaba muy bien".
En 2010 volvió a trabajar. Pablo 'El Polilla', un amigo, le enseñó el oficio de trabajar con bicicletas en Good Bike, una tienda que había en Guillem de Castro. "Era un máquina y a final de año, encima, me prestó dinero y me ayudó a montarme mi taller. Entonces otro colega me habló de este bajo y me vine. Y así empecé, cortando y pintando cartelería, arreglando mis bicis y las de los colegas. Los amigos me traían sus bicis, me regalaban unas, les reparaba otras y me pagaban con la mano de obra. Mientras, mi chica dejó el bar y estudió Administración. Ahora es la directora financiera de los restaurantes Vaqueta y Pelayo Gastro Trinquet".
Al Negro Bicicletero, además de las herramientas, también le gustan los trastos viejos. "Me cuesta desprenderme de las cosas. Esto es muy profundo y aún así está hasta arriba de trastos". En el otro bajo tenía trescientas bicicletas, muchas antiguas. Las compraba y las vendía. Luego, antes de irse, se lo entregó todo a una amiga por 500 euros. "Hay muchas bicis de carretera, que me gustan. Yo les doy un rollo diferente. Les quito totalmente la pintura, les pongo barniz y me gusta el rollo óxido, el marrón, pinto la bicicleta... Me gusta el material bueno y esto no me pide pan y no se me va a pudrir. En cuanto tengo un dinerito, compro material. Ahora que enero y febrero ha sido malo, compro lo justo".
A sus 47 años empieza a pensar en el futuro. Dice que no se ve dentro de diez años cargando bicis y toma como referencia al 'Polilla', que ya cerró la tienda y solo trabaja con el carbono -"Es muy pro", apunta-, así que yo me veo soldando y haciendo cosas que me molen, y que esto me dé para pagar. Y como me gustan las buenas herramientas mi siguiente inversión va a ser una buena máquina de soldar".
Elías, eso sí, es un poco Diógenes. Él va metiendo sus hierros en el taller y cuando se da cuenta parece aquello un desguace. Un día los amigos entraron y le soltaron: "¡Che, no puedes currar más así!". Lo sacaron todo fuera, llevaron unos palés, empezaron a taladrar, pusieron unas taquillas metálicas que compraron a unos rumanos, unos tablones que sacaron de un bajo que habían vaciado... y lo ordenaron todo.
En medio de tanta bici de carretera y ruedas y llantas, sobresale, subida en un mueble un bicicleta pequeña de colores. Es la bici de Olivia, su hija. "Cogí un cuadro antiguo, compré una horquilla, unas llantitas de BMX, y entonces ella vino y me dijo: 'Papi, la quiero pintar yo como quiera'. Así que saqué los sprays y empezó a pintársela". Una barra verde oliva, otra roja, verde, la cadena de color amarillo... No hay otra niña en València con una bici más molona.
Su mujer, en cambio, ha elegido una más pequeña, "más ratonera", para meterse por todos lados cuando va por ahí. Y él, claro tiene muchas. "Yo vivo a tres calles, así que no las uso mucho. Pero casi todas las bicis que ves aquí son mías. La que más uso es la de carga, luego las chopper cuando voy a pasear porque llevan marchas, son cómodas, tienen buenos asientos... La Brompton (plegable) la tengo para meterla en la furgo, que me la compré a plazos porque también me gusta pirarme por ahí los fines de semana". Mucho menos usa la Harley, que está parada desde hace semanas y sin batería.
Su inicio se produjo cuando se pusieron de moda en València, las 'fixie', las bicicletas de piñón fijo. Máquinas con poco más que el cuadro, las ruedas, un sillín y el manillar. Como no llevan frenos ni cambios, desaparecen los cables y estéticamente ganan mucho. La gente como el Negro empezó a pintarlas con colores llamativos y los jóvenes se lanzaron a por una. Luego pasó la moda y, en vista del riesgo, otros decidieron añadirles unos frenos. Los amigos se llevaron unas cuantas. Elías siempre estuvo bien rodeado de gente dispuesta a echarle una mano. Un día su chica conoció en el colegio a otro padre y resultó ser Lawerta (el ilustrador Jorge Lahuerta). "Al final nos hicimos colegas y me hizo el logo. Y otro colega me hizo la plaquita. Luego conocí a un americano y cuando me fui a Argentina en 2019, al volver vi que había pintado la persiana". Este chico también le dejó de recuerdo un stick de hockey hielo, que está por ahí en medio plantado, y el disco.
De las paredes también cuelgan algunos recuerdos. Como alguna foto con Nati y Olivia. O la de un perro, 'Tokio', que ya murió pero que forma parte de la memoria del negocio porque le gustaba ir al taller, tumbarse y apoyar la panza sobre el suelo fresquito en verano. Los amigos también tienen la costumbre de pasar y dejarle algún trasto. Un cartel antiguo, unas latas de aceite curiosas, alguna chapa... En otra pared hay un póster de Bob Marley que le trae gratos recuerdos de un fin de semana cuando vivía en Belo Horizonte.
Desde que llegaron en 2004 hasta 2016, Elías no paró de insistirle a sus padres para que fueran a verles a València. Le costó, pero acabaron haciendo la visita. "Mi viejo, al tercer día, me suelta: 'Loco, ahora entiendo por qué no te quieres volver. Ojalá todos tus sobrinos se vengan acá con vos'. Aquí hay calidad de vida. Aquí tengo cero preocupaciones, y allí llegaba a mi barrio y tenía que dar una vuelta o dos vueltas a la manzana, o avisarle a mi viejo de que iba a llegar a tal hora para que me estuviera esperándome con la pipa fuera... Eso no tiene sentido. Cuando mis sobrinos van a casa de mis viejos, mi viejo tiene que estar sentado afuera porque si están jugando a la pelota igual pasa uno y se la roba. O les roban las bicis. Argentina es hermosa, pero es lo que tiene. Acá no gano mucho, pero vivo sin sufrimiento, sin preocuparme por nada. Igual hay otro país donde puedas ganar más dinero, pero no tiene este clima ni el buen rollo de la gente. Aquí siempre me he sentido muy acompañado".
Y ahora, mientras trastea feliz entre decenas de bicicletas en su taller, recuerda los inicios en València, hace ya 18 años, y qué poco necesitaban. "Nosotros solo teníamos un cochecito, un Opelcito Corsa, y salimos a recoger muebles porque un colega que se fue a vivir a Castellar y nos dejó su piso en la calle Sevilla, en pleno Ruzafa, sin un mueble. Pero los fuimos consiguiendo poco a poco. La abuela de un colega falleció y nos ofreció sus muebles. Me llevé cosas que ni funcionaban. Y allí vivíamos los dos, con un televisorcito negro y un colchón en el suelo. Allí estuvimos doce años. Ahora vivo en la calle Alicante. Yo soy de barrio. Los abueletes de la calle Sevilla aún se acuerdan de mí y se alegran mucho de verme porque yo siempre estaba pendiente de ellos para lo que necesitaran. Yo soy un tipo humilde". Y así le gusta vivir. Con sus chicas, sus bicis, sus herramientas, su barrio y, una vez al mes, los colegas que llegan y se meten en el taller para hacer un buen asado. El Negro Bicicletero no necesita más.