Hoy es 9 de octubre
Vigésimo aniversario del asesinato de Ernest Lluch. Todavía permanece, doliente, el recuerdo de aquel día en el que, a primera hora de la mañana, las ondas de la radio nos provocaban un shock de desconcierto, de incredulidad y, finalmente, de sufrimiento.
Veinte años de memoria al maestro, al demócrata, al sabio, al inconformista, al héroe de la paz.
Se ha escrito mucho estos días sobre Lluch y es asimismo mucho lo que cada año acompaña el aniversario de aquella tragedia que, siendo personal, sonó como un aldabonazo, como una llamada incuestionable a la necesidad de una respuesta colectiva. La respuesta más básica: la de un no a aquella barbarie que, bajo nuevos ropajes, vitoreaba de nuevo a la muerte y voceaba la muerte de la inteligencia.
De la inteligencia y su conversión en diálogo y conocimiento supo decir mucho y bien Ernest Lluch. Hoy, cuando sacamos de nuestras carteras la tarjeta SIP, no podemos olvidar que, en el origen de la universalización de la sanidad española estuvo él, moviendo las aguas del constante encuentro con quienes se oponían a la nueva ley con la mayor fuerza e interés corporativo. Una ley que se ha puesto a prueba en algún momento posterior, pero que continúa vigente desde 1986, manteniendo sus principios y, con ellos, la desaparición de aquella sanidad de beneficencia, -la sanidad de los pobres-, que gangrenaba la dignidad de algo tan básico como es el derecho a la salud.
Lluch fue muchas cosas, un hombre del Renacimiento atrapado por el siglo XX. Nada le parecía ajeno. Una persona que producía interrogantes y los transmitía, como si dispusiera de un generador permanente de curiosidad intelectual. Sus inquietudes por la fisiocracia le llevaban a bucear en la obra editada de Gregori Mayans, tenazmente recopilada y sistematizada por Antonio Mestre, para, tiempo después, desembarcar en la vida del general Belgrano, el fisiócrata argentino, héroe de la independencia de este país. Un tercer día, Lluch rebuscaba en la memoria de uno de los Valeriola de la ciudad de Valencia y prologaba su Idea General de Policía, un antecedente del derecho administrativo español, consiguiendo acotar las influencias francesas de una obra que, por su temática, hubiésemos afirmado que le era totalmente ajena si se hubiese tratado de otra persona.
A Lluch, un apasionado de la Ilustración europea, cuyo trabajo había recorrido el pensamiento económico catalán entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del XIX, le interesaba también la historia del pensamiento valenciano y algunas de sus incursiones, como la que le llevó a Sisternes y Feliú, han desembocado en la amplia y concienzuda investigación del profesor Pablo Cervera.
Con todo, su mayor contribución académica consistió en crear escuela, en ser maestro de economistas. Existen muchos profesores, pero sólo un puñado de ellos alcanza la categoría de maestro, porque la maestría es dura y exigente: precisa tensionar el talento individual para encontrar huecos intelectuales que susciten interés en los discípulos; requiere de generosidad y disciplina en el uso del tiempo personal, dedicando a la lectura y consejo de lo ajeno lo que podría ser momento para lo propio; exige guía y apertura de puertas a quienes se inician en el oficio, darles ánimo en las caídas y celebración en los logros.
Lluch fue maestro en varios lugares de la geografía académica española, excavando un extraordinario y rico yacimiento en la Universitat de València donde, incluso quienes no siguieron sus pasos, sí se alimentaron de aquella religión universitaria que parecía adoptar reflejos de calvinismo o, acaso más bien, de jansenismo. Austeridad, insaciabilidad en la fundamentación intelectual, el trabajo arduo como protagonista imprescindible. Esta fórmula proporcionó un grupo de profesores que ampliaron el conocimiento de notables figuras del pensamiento y la economía política, -Flórez Estrada, Campomanes, Sismondi-, al tiempo que exportaban el conocimiento del pensamiento económico español a la comunidad internacional o rozaban el Premio Nacional de Ensayo.
La siembra, iniciada en los albores de la Facultad de Económicas, afloró en otros ámbitos de ésta: alguno, precoz pero truncado, en la economía heterodoxa; otro, sumergido en la economía cuantitativa que permitía el primer ordenador, básico por muchos motivos, llegado a la Facultad; un tercer grupo, -el más amplio-, inclinado al conocimiento de la evolución de la economía valenciana y de sus sectores predominantes, iluminando el comportamiento de lo que había sido la burguesía valenciana desde la segunda mitad del siglo XIX, ya se dedicase a la agricultura, al comercio, a los servicios urbanos, a la banca o a las artes industriales. Un conocimiento imprescindible para evaluar el tópico agrarista que, con su uniformidad, pasaba por alto la pluralidad de la realidad valenciana y de su historia.
Hoy, estamos mucho más cerca del conocimiento sobre nuestra economía gracias a la labor primigenia de Lluch y a la fortaleza de su impulso; pero no cabe descuidarse: todavía carecemos de un vigoroso foro permanente para la discusión económica al que pertenezcan académicos, empresarios, sindicalistas y profesionales. Tampoco podemos darnos por satisfechos ante la discreta posición que ocupa, en nuestras universidades, la enseñanza e investigación económica de la Comunitat Valenciana, pese al refuerzo procedente de las disciplinas geográficas e históricas.
La labor disruptiva de Lluch consistió, dirigiéndose a un amplio grupo de futuros universitarios, en convencerles de que responder a los interrogantes que planteaba lo más cercano tenía importancia porque sólo de ese modo se podían evitar los estereotipos y distinguir lo particular de lo general, lo intuitivo de lo fundamentado, la descripción de la teoría. Consistió, asimismo, en poner de manifiesto que una investigación dotada de método, originalidad y ejecución ejemplares era digna de las grandes revistas científicas, por más que su foco de atención fuese una comarca, ciudad o barrio valencianos. Una inyección de justificada autoestima que no ha perdido su razón de ser: merece alimentarse y sostenerse para que el paso del tiempo no deslice el recuerdo de Lluch hacia el evanescente terreno de lo protocolario.