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EL CALLEJERO

Mónica vive atrapada en la calle

3/07/2022 - 

VALÈNCIA. Mónica saluda como saluda mucha gente en esta época de postpandemia. Uno pone el puño y el otro extiende la mano abierta. Ante la confusión, el primero abre el puño y el otro cierra la mano. Y así, con el saludo a pie cambiado, cada uno acaba dando una palmada en el hombro al otro para romper esa tensión absurda. Es otro de los legados de este virus que ha cambiado el mundo, que nos ha perforado la mente, que nos ha achicado la sonrisa y que, en algunos casos, ha arruinado vidas. 

La de Mónica se tiene en pie si su sonrisa, que así lo parece, es sincera. Aunque las piernas, alarmantemente llenas de picaduras, la señal de la calle, ofrecen otro tipo de saludo. Uno más descarnado, menos cómico. Mónica es una mujer de 50 años que no hace mucho era una excelente vendedora en una tienda de cosmética. Le gustaba el trato con el cliente, escuchar música y encerrarse en una sala de cine, apagar el móvil, el dichoso móvil, y zambullirse en una historia nueva. 

Pero ya no queda nada de eso. Ni trabajo, ni clientes, ni un mísero teléfono y mucho menos una peli en el cine. A Mónica, por no quedarle, no le quedan ni bragas. "Voy con este pantaloncito, la camiseta y ya está. Lo demás me lo robaron todo", explica con una mueca. Aunque esta valenciana llega con el pelo brillante, recién lavado, una sonrisa sana y muchas ganas de agradar. Mónica vive en la calle, pero como estuvo tres años de voluntaria en el Casal de la Pau, aunque no deberían, le dejan ir allí, por caridad, a pegarse una ducha y desayunar. Ella no tiene techo y cree que hoy está con fiebre. Los mosquitos y otros insectos le han cosido las dos piernas a picotazos y cree que le ha causado reacción. "Como no tengo ni antihistamínico para ponerme, me encuentro mal", se lamenta. 

A su lado, Alberto, su pareja, ronda nervioso y me examina de arriba abajo una y otra vez como esos perros que te olisquean cuando te acercas a su amo. Tiene una mirada nerviosa -él está nervioso- y desconfiada. Me mira el pelo, luego me taladra los ojos y después me hace un repaso de cómo voy vestido. Luego volverá a hacerlo, dando los mismos pasos: el pelo, los ojos, la ropa. Él se presenta como su marido, y lo dice de una forma que suena casi como una advertencia. Sus picaduras no están en las piernas. A él la calle le ha picado el alma. Y eso no se ve, pero en realidad sí se ve.

Foto: Kike Taberner

Al principio intenta meter baza en cada pregunta. "Se la van a comer los mosquitos", apunta nada más empezar. "Yo voy por ahí pidiendo cinco céntimos para que ella pueda comer, que lleva diez días sin comer de caliente, y me escupen, me insultan, me dicen de todo..." Pero ella le acaba cortando. "Bueno, vamos ya con la entrevista, luego ya hablas tú si quieres". Él coge, se da media vuelta y se aleja sin alejarse. Siempre al acecho.

Su padre y el Circo Americano

Mónica es de Godella. A su madre la perdió cuando era un bebé. Con solo 37 años murió de cáncer. Su padre cogió a la niña y a su hermana y se fueron a vivir con los abuelos. A los nueve, el hombre se volvió a casar y llegaron dos nuevos hermanos. "Yo les adoro, pero no me hablo con ellos", acota. Su progenitor se ganaba la vida en el Circo Americano. "Tocaba el saxo y el clarinete con el Bombero Torero, que era mi padrino y ya murió...". Aunque Mónica, en realidad, se crio con su tía, la mujer que le insistió en la importancia de la lectura y la cultura.

"Yo adoro el cine, el teatro, la música... Mi tía es la persona que más he querido en mi vida. Iba todos los días a comer a su casa y para mí fue como mi madre, aunque la mujer de mi padre también se portó muy bien conmigo". El camino se torció cuando la tía enfermó. Un día, hace cuatro años, llamó a Mónica y le dijo: "Mi libro ya está escrito; solo quiero que sigas siendo una niña buena". Poco después se murió y la niña buena se derrumbó como esos viejos edificios que tiran abajo con dinamita. Antes ya había patinado. Mónica se enganchó a las benzodiacepinas, los somníferos, y solo pudo romper con la adicción enclaustrándose en un centro de Proyecto Hombre en Burgos. Luego volvió a València y se tiró diez años limpia.

Foto: Kike Taberner

Pero la pérdida de su tía-madre descorchó una nueva dependencia, el alcohol. "Empecé a beber y se rompió la relación con la familia que me quedaba. Y luego perdí el trabajo...". Los estudios nunca se le dieron bien y empezó a trabajar muy pronto. Antes que nada, siendo aún una adolescente, en la tienda de ropa que tenía su padre en Godella. Y luego, de todo: comercial, telefonista y, sobre todo, vendedora de productos de cosmética. Ahí Mónica era un hacha. Diecisiete años en El Corte Inglés prometiendo productos rejuvenecedores le avalan. La contrataban de las propias firmas. "Yo quería hacer arte dramático, pero al final vender es como actuar". 

Luego trabajó para un peluquero que montó una perfumería en el centro. Ella era la encargada y tenía muy buena mano para manejarse con los clientes. Pero acabó perdiendo su empleo y la vida se enredó demasiado. Hace dos meses trabajó por última vez. Estaba a prueba y la despidieron porque, cuenta ella, no rendía. "Pero cómo iba a rendir si duermo en la calle... Si me levanto y muchas veces me tengo que duchar en una fuente, si no llevo ni ropa interior, si no me puedo depilar, si hace días que no como de caliente... Una compañera me vio pidiendo en la calle. Yo no pido dinero, yo pido un zumo. Aunque si me dan dinero, mejor, que me han robado el DNI y no puedo pagar por uno nuevo. Está todo tan burocratizado que la gente como yo no puede conseguir ni una cita. No tengo teléfono".

Caída en barrena

Suerte que la vida es una balanza que te equilibra si has hecho cosas buenas. Ella trabajó tres años como voluntaria en el Casal de la Pau y, gracias a eso, sabe que ahí tiene una ducha y pan tostado muchas mañanas. Pero de allí salen con algo más valioso que todo eso. Allí encuentran atención, cariño, algo que abunda tan poco como el dinero en sus bolsillos. Por culpa de la bebida estuvo dando tumbos. Días buenos y días peores. Un día arriba y un día abajo. Pero hace un año murió su padre, que estaba demente, y ahí cayó a las profundidades del pozo.

Foto: Kike Taberner
"Ahí ya me pegué una rayada del quince y los hijos de su mujer me dijeron que me fuera. Cogí todas mis cosas y me marché: mi televisión, mi tablet, mi ordenador, mis ahorros... y me fui a Alicante. Y nada más llegar, el primer día, me lo robaron todo en la estación de autobuses. Ahí conocí a Alberto y desde entonces estamos juntos". No quiere contar en qué circunstancias se conocieron, aunque se intuye una experiencia terrible, sórdida. Esa noche acabaron Alberto y ella en una cueva de Alicante. 

Ella, que tiene aracnofobia, se encontró cosas mucho peores que una araña. "Buf, ese primer día en la calle fue horroroso. Aquella cueva estaba toda negra, llena de porquería y la gente iba allí a drogarse. Pero me encontré mejores personas que la gente que se considera normal. Porque nosotros no somos normales. Ahora mismo, en la calle, hay un matrimonio que me ha ayudado un montón. Una mujer que va con un perro me bajó desodorante. 

Otra me bajó comida, que nos la robaron esa misma noche. Hace dos semanas nos robaron la documentación. Un policía me trajo uno de esos prehistóricos y también me lo robaron". En el discurso de Mónica hay un punto de desesperación, pero también una honestidad escalofriante. "Todo esto es una consecuencia de algo que tú has hecho. Y tienes que aceptarlo. Eso no significa que no merezcas una oportunidad para reinsertarte en la sociedad. Pero cómo vas a trabajar viviendo en la calle, cómo pagas el metro, cómo te duchas".
 Foto: Kike Taberner

"Yo me ducho en la fuente que hay en el río, he lavado ahí la ropa. No llevo ropa interior. Llevo estos pantalones una semana. No te pueden localizar en un teléfono. Ahora estamos sin DNI. Ninguna entidad te lo paga. No puedes rendir porque no te haces una idea de lo que es dormir en el suelo desde hace ocho meses. Yo hay noches que a las dos me levanto y me quedo sentada hasta las seis. No puedo dormir. Y porque estoy con él: sola me moriría de miedo". 

Mónica es muy crítica con las oenegés. Al principio pensó que podrían ayudarle, pero salió decepcionada de casi todas. Ella agradece a los que a veces les llevan el desayuno o a los policías que patrullan por la noche y se interesan por ellos. Pero, en general, ha encontrado más decepción que gratitud. "Son una porquería. Están llenas de niñas puestas a dedo por sus papás. Te juzgan más incluso que la gente de la calle. No necesito que la gente que se supone que está ahí por vocación, en vez de ayudarme, me denigre. Que viva en la calle no significa que sea un animal. Puede que tenga hasta más educación que ellas".

'I'll never love again'

Es curioso que Mónica no sueña ya con una vida de lujo. Esta mujer añora una vida modesta, como de barrio obrero. Ella solo quiere un techo y poner la lavadora y que su marido salga a correr y cocinar y sentarse a leer y hacerse un té por la noche y, de vez en cuando, ir al cine y emocionarse como la última vez que pisó un cine para ver Ha nacido una estrella, con Bradley Cooper y Lady Gaga. "Adoro esa canción. Cuando tenía el móvil escuchaba cada noche I'll never love again -la célebre canción de la película-. Y la película de mi vida, la que adoro, es The Way we were, (Tal como éramos), de Barbra Streisand y Robert Redford, del año 71 (en realidad, del 73). Soy una cinéfila empedernida". Hace poco, paseando por la calle, vio un cartel que anunciaba a Mayumaná. Y le dio rabia no poder pagar un par de entradas para llevarse a Alberto, que es músico, a ver el espectáculo. Ya nada de eso está a su alcance. 

Foto: Kike Taberner
Pero tampoco lo más básico, como sacarse otra vez el DNI. Y cada noche, en cuanto cae el sol, se van con un cartón al jardín que hay al lado del Muvim. Cada dos días entra en la biblioteca y revisa el correo electrónico, su única ventana hacia el mundo de los privilegiados. Le gusta pasar el rato allí dentro, escribiendo en el ordenador todo lo que pasa por su cabeza. Y luego, como no se le ocurría que podía enviarse el texto a su correo o guardarlo en la nube, lo destruía y se iba. La escritura le sirve de terapia, de desahogo. No tiene pretensiones literarias. Como en los buenos tiempos, cuando se levantaba a las seis y se iba a caminar durante una hora. 

Luego volvía, se duchaba, desayunaba y se marchaba al trabajo. Al llegar, a veces demasiado temprano, iba a un bar y pedía otro café. Entonces cogía una servilleta de papel y escribía una frase que se le acababa de ocurrir o una reflexión que le parecía interesante. Y en su casa, por los cajones, estaba todo lleno de servilletas con frases ocurrentes. Quizá por eso su obsesión es retomar una vida corriente, con una casa, un trabajo y rutinas. No pide más. "Yo no soy ostentosa. Vivo sola desde los 17 años y me lo he pagado yo todo. Pero ahora estoy en la calle y nos roban todo lo que tenemos. Lo poco que nos queda está escondido en un sitio que me da hasta vergüenza de la mierda que tiene". 

Mónica no piensa en viajes al Caribe ni en coches de lujo. Mónica solo quiere unos auriculares y ponerse una canción de los Stones o una balada de Alejandro Sanz. Le gusta todo tipo de música, salvo el flamenco. "Me da un asco que no lo soporto. Hubo una persona que me maltrató durante tres meses, y mucho, y siempre estaba con el flamenco. Cuando conocí a Alberto, llevaba diez años sin estar con un hombre. Me rozabas y saltaba". Estar con un hombre ya no es un problema. Ahora solo le falta un hogar para compartirlo con él. 

Foto: Kike Taberner

Pero siente impotencia porque cada vez ve más inaccesible el mundo laboral. "Cuando te piden un número de teléfono, ¿qué haces? Si das el del Casal de la Pau o el de la Cruz Roja, ya no te llaman. Y si te piden una dirección, ¿qué dices, que vives en la calle? Yo cognitivamente estoy muy bien. Tengo lucidez y vocabulario, pero no me dan una oportunidad". 

No quiere humillarse ante la familia ni ante los amigos. Mónica dice que ya se cansaron de ella y no les culpa. "Estaban hartos de mí. Yo estoy sola". Alberto acarrea con lo más preciado que tienen: una bolsa del Medio Maratón de Valencia vieja y con una esquina agujereada. Mónica la abre y lo primero que sale es una novela de Ken Follet: Una columna de fuego. Luego extrae un peine sin mango. Y una goma del pelo hecha con la goma de una mascarilla. Ella se ríe mientras se toca las pulseras. Una se la dio una chica de pelo azul que baja a pasear el perro por donde duermen. Las otras se las ha regalado Alberto. "Dice que se las encuentra por ahí, pero...". Y prefiere no terminar la frase.

Porque las palabras a veces duelen. Aunque ella ha venido a desnudarse. Quiere contar su historia y ver si alguien le ayuda. Y no se avergüenza de explicar que cuando tiene la regla no le queda más remedio que entrar en un bar y ponerse medio rollo de papel higiénico. Solo hay una cosa que no soporta: que le juzguen. Ella no juzga. Ni siquiera a los que le han robado. "Será que lo necesitaban más que yo. 

En la calle no te puedes fiar de nadie. De nadie". Por eso no juzga y pide que no la juzguen a ella. Ni los transeúntes ni la familia. "Para juzgar mi camino, ponte mis zapatos", suelta. Y si tuviera una servilleta de papel a mano, la cogería, escribiría ahí la frase y luego se la llevaría a casa, a la casa de sus sueños.

Foto: Kike Taberner

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