VALÈNCIA. Es España, es 2017 y no: la burbuja de los macrofestivales de música no ha explotado. Es posible que no lo haga nunca. Si se abre el foco espaciotemporal, Europa y el siglo XX son la prueba de que este tipo de eventos tiene dos recorridos posibles: nacer y morir -especulación mediante- o nacer y pasar a formar parte del paisaje social -no necesariamente sin haber dejado de especular-. Que las 15 horas de Música Pop Ciudad Burgos, el Canet Rock, el Doctor Music Festival o el Espárrago no se convirtieran en nuestro Glastonbury pertenece a un análisis de lo más deseable. En esa historia se hunden las raíces de la veintena de grandes eventos que sí han logrado consolidarse en el último cuarto de siglo.
Masivos, veraniegos, con el rock, el pop y sus derivaciones electrónicas como punto de partida, al margen de los canónicos encuentros de jazz, hace mucho tiempo que acontecimientos como Sónar, FIB o Primavera Sound dejaron de ser ‘solo’ un festival de música. La liturgia del viaje hasta su emplazamiento, la estancia y su celebración, la comunicación constante e invasiva sobre sus actividades a lo largo del año o la disposición de estímulos e impactos en los recintos donde se celebran han acabado por exigir una crónica más amplia de lo que allí cabe. Una crónica que, a diferencia de las que pudieran extraerse de estos mismos festivales hace 20 años, cuenta con una inabarcable ristra de comentarios añadidos a través del espacio online del que participa el festival, los artistas que allí actúan y los receptores últimos de todo lo que se ofrece.
El Festival de les Arts es uno de esos festivales en los que la música es un pretexto, pero esa idea quedará mucho más clara al final de este artículo. El pasado fin de semana celebró su tercera edición que, paradójicamente, se sitúa en València. Esta es una tierra de músicos: solo la Federació de Societats Musicals de la Comunitat Valenciana agrupa a más de 40.000, 60.0000 alumnos y 200.000 socios. No existen datos oficiales -las administraciones valencianas nunca acaban de tomarse en serio la potencialidad de semejantes recursos humanos-, pero una cifra aproximada de bandas que ocupan un local de ensayo en la provincia superaría ampliamente el millar. ¡Un millar de bandas en activo! Por si fuera poco, la universidad privada de música con mayor prestigio en el mundo, Berklee College of Music, sólo tiene una subsede más allá de su base en Boston: ¿se imaginan dónde?
Con todo y con eso, levantar un macrofestival en la ciudad de València es empresarialmente inviable. Es una cuestión de espacio. De ausencia de espacios, concretamente. La Marina de la ciudad acaba de virar su rumbo estratégico y sus instalaciones, las únicas de gran capacidad y dentro de la urbe, están -casi- fuera de juego. Las quejas vecinales invitaron a que Adif dejara de alquilar el gran solar junto a la antigua Estación del Grao que ocupó durante su primera edición el Marenostrum, el que ocupa la feria de atracciones en Navidad. El único lugar sin afectaciones vecinales de entidad es la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Es, en efecto, el magnánimo complejo del arquitecto local más global: Santiago Calatrava. Icono de la mala gestión en la obra pública (300 millones presupuestados, 1.300 de factura), mensaje al mundo de una ciudad opulenta que no lo es, fachada del Cap i Casal en Tripadvisor, las condiciones de juego que impone la empresa pública que lo gestiona reducen la cantidad de operadores interesados a uno.
La fianza “desorbitada” (según los promotores locales), los seguros de responsabilidad civil del lugar o el cierre operativo de su actividad desactiva la posibilidad de albergar un evento para 18.000 personas. Eso y un horario limitado que Les Arts ha logrado estirar hasta las 3 de la mañana, suponemos que fruto de una prolongada negociación. Sin embargo, pese a los insalvables retos de partida, existe esa, una iniciativa empresarial ligada a la ciudad y con la liquidez necesaria y el bagaje suficiente en el sector como para atreverse: la dupla comercial que comandan los hermanos David y Antonio Sánchez Sotillos. Jurídicamente, en el caso de Les Arts, el festival opera desde House of Music Festivals, pero con otras S.L. son el dúo de empresarios tras festivales como Arenal Sound (Perseida Music S,L.), Viña Rock (Reacción Rock, S.L.), Interstelar Sevilla (Interstelar Music, S.L.) y otros. Todos ellos, con base operativa en la capital de la Comunitat Valenciana. El último de sus éxitos inmediatos entre los festivales de música es I Love 90’s, una noche con la música disco de la década en la que priman pequeñas actuaciones de artistas totalmente fuera de circuito. En València, 18.000 asistentes con un cartel de muy bajo coste si se pone al lado, por ejemplo, de cualquiera de los citados. Y con un extra de interés: celebrarse una semana antes de Les Arts empaquetando una serie de costes inabordables para los dos eventos (I Love 90’s se celebró también en Madrid y estará los próximos 7 de julio y 4 de agosto en Barcelona y Mallorca, respectivamente).
Pero como avanzábamos, el Festival de les Arts es uno de esos festivales en los que la música es un pretexto. Un pretexto que no lo hace distinto a otros festivales, pero que en este resplandecen. Pongamos tres ejemplos: viernes, jornada inaugural y concierto inaugural de Les Arts vol.3; los madrileños Mechanismo inician puntuales su directo. Son las 15:15 horas de la tarde, el sol cae inclemente y las puertas del festival no están abiertas. Técnicos y fotógrafos miran a su alrededor atónitos. Fuera, hay algo de cola en los accesos. La banda tardará en ver aparecer al público mientras se suceden las canciones. Se alude a un fallo de coordinación con tiempos y ‘pruebas de sonido’ (más tarde hablaremos de esto), pero el panorama es ese. Segundo ejemplo: Nudozurdo actuó el sábado a las cuatro de la tarde, a más de 30 grados. Parones para refrescarse y buscar sombra, conato de pájara, mal rollo sobre el escenario y un público desconcertado por la tensión del momento y la elección del horario para la banda. Otro caso: la jerarquía tipográfica del festival sitúa al todavía jovencísimo Jake Bugg como segundo cabeza de cartel. A lo largo de su concierto, también el viernes, cualquiera puede avanzar hasta la segunda o tercera fila con un vaso de cerveza en la mano. ¿Se imaginan algo así en cualquier otro macrofestival europeo con un segundo cabeza de cartel? En esas primeras filas la gente habla, comenta cualquier asunto e intercambia su estado de placidez. Incluso, de felicidad.
En Les Arts la gente sonríe todo el tiempo. Está bien y es feliz. Es una felicidad contagiosa. El complejo de Calatrava se vuelve amable de repente y las distancias son más que idóneas. El buen rollo prima y también el público valenciano. Con una oferta turística y cultural -sin confundirlas- como las de esta ciudad, cuesta entender que la cita, que no se solapa con ningún otro súper festival, está plagada de valencianos. Y con aforo completo. O casi. El sábado, al límite. Esta realidad, ese estado de gracia constante, acompaña al festival desde su primera edición. En la segunda, con un mejor cartel y con dos bazas de éxito masivo entre el público (Love of Lesbian e Izal), la ‘necesidad social de estar’ en Les Arts se consolidaba. Este año, con una alineación de nombres desigual en la comparativa histórica con ellos mismos, costaba encontrar asistentes verdaderamente cabreados a la salida con algunas situaciones que, como mínimo, sin separar al macrofestival de lo que ese mismo concepto ofrece, resultan sorprendentes. Quizá hubo algo más de cabreo intentando encontrar soluciones de transporte público a la salida.
València es una ciudad con una oferta cultural seguramente muy superior a la demanda, pero cuesta creer que ni un 1% de los asistentes al festival sintiera la llamada a la jornada previa de conciertos. Una jornada de conciertos gratuitos -así que no hacía falta que fueran exclusivamente clientes del festival- en el Veles e Vents a la que no acudieron más de 300 personas. Una cifra generosa, redondeando al alza, para un cartel orquestado por el sello Jägermusic y en el que algunos de sus artistas disfrutaron de una muy agradable noche de verano con un sonido más que interesante y una propuesta que tuvo poco de pretexto. Poco público, pero agradecido e interesado. Solo el genial concierto de Tversky -dúo de una calidad y efusividad musical como para excitar a cualquier festival- o las nuevas canciones de Ocellot bien merecieron la pena y justificaron aún más pasar otra noche en el emblemático edificio de David Chappierfield.
Llegados al viernes, con la performance involuntaria de Mechanismo y su concierto para prensa y empleados del festival, se sucedieron tres directos de grado: Luis Brea, Apartamentos Acapulco y The New Raemon & McEnroe. Costó mucho que Ramón y Ricardo engrasaran y conectaran con su repetotrio. No es una tontería que un planteamiento musical como el suyo no sirva en cualquier escenario. No en un escenario enorme en la postsolana. Intentaron habilitarse a sí mismos y el público ya venía con el buen rollo de casa, pero encontraron su chute festivo inmediato justo después. Varry Brava impuso su condición de cierra pistas -en el buen sentido- a las siete de la tarde, mientras el grueso del respetable intentaba entrar y sus canciones se bailaban por igual en lugares dispares del entorno. Sensible Soccers gustaron mucho al público local que solo tuvo que girar la cabeza para ver poco después a Gener. La última joya del rock hecho made in València, con un esplendoroso Oh, germanes! como álbum a expandir, mantuvieron a un buen número de asistentes del lugar. Entre ellos el propio Ricardo Lezón (McEnroe), encantado con su directo en el que hubo tiempo hasta para un guiño a Alicia Keys.
En las previas y momentos intermedios de estos dos últimos conciertos, el aforo empezó a enfrentarse a una cruda realidad: habían vuelto a Les Arts los escenarios en perpendicular. Esto es, dos (de tres) escenarios enfocados al mismo espacio de público. Si hay un cáncer extendido en los macrofestivales, una metástasis de la que Les Arts no es propietaria ni su empresa tiene la patente, es la desaparición progresiva de las pruebas de sonido. La tecnología en las mesas de mezcla y la excusa de los tiempos en producción ha convertido las pruebas en check-lines. Todo se chequea y la prueba se sucede en realidad durante las primeras canciones. Así para el grueso del cartel. En Les Arts a esto se suma que en los silencios entre canción y canción del grupo al que ves, si es en esos dos escenarios, en ese silencio de aplauso y receso necesario si es que lo que estamos viendo es una propuesta artística, en ese momento te atrona el grupo que tienes a tu izquierda o a tu derecha, según toque. La banda que actúa -el caso de Nudozurdo fue clamoroso- pasa a competir en su idea con alguien que toca en cada uno de sus parones. Un tercero no invitado a la relación artista-público que araña segundos para intentar que el concierto posterior suene de la mejor manera.
En la segunda edición Les Arts sí patentó otra singularidad poco comentada a nivel estatal: un escenario sobre el agua, pero sobre agua ‘pisable’. La idea de aquel escenario Kaiku es que la gente aguantara en un afinteatro situado a unos 50 metros de los músicos. Fue en el concierto de Senior, santo y seña del rock que suena desde la ciudad, cuando a algunos les importó poco tirarse al agua que cubría por las pantorrillas (salvo lo del foso que…). Pues bien, durante dos días, el público vio aquellos conciertos en el agua, chapoteando de manera literal. Riesgos del tendido eléctrico y el agua a un lado, lo cierto es que el Àgora está en obras una vez más. Esta vez, otra vez, para poder tener licencia de apertura como espacio multiusos y entonces acoger un cubo gigante en su interior que será el futuro CaixaForum de la ciudad. Una idea de Frankenstein arquitectónico que solo en esta ciudad es capaz de pasar desapercibida.
Pues en esas andaba el público cuando Miss Cafeína hizo el concierto esperado de inesperado final: una petición de matrimonio en el escenario. Pueden imaginarse el impacto del asunto en redes, en buen rollo, en el pack de marca de todo lo que rodea al instante. Fue así, pero mayor todavía. Fue aquello que comentar del concierto. El objeto de lo vivido. Sigamos: Fuel Fandango demostraría ser un grupo de público propio en los festivales. Fieles a esos seguidores y desprejuiciados subsanaron su ausencia repentina del cartel del pasado año. De Jake Bugg ya hemos hecho un comentario arriba de lo más descorazonador, pero no cabe menospreciar a un pequeño y nutrido grupo de incondicionales. Hizo un concierto como su carrera: de más a menos. A los 10 minutos de haber empezado ya había soltado ‘Simple As This’ o ‘Two Fingers’. Hay artistas que tienen esa capacidad unánime de afianzar la idea de que algunas de sus canciones pesan más que discografías de compañeros de cartel.
Cualquier concierto hasta la medianoche -quizá con la excepción de Fuel Fandango- se convirtió en una suave brisa, en un aperitivo de lo más ligero antes de la dupla que encandiló a las masas de muy distinta manera: León Benavente ya es por méritos propios uno de los grandes nombres en el contubernio de la música pop española. Cualquiera puede pensar que es un ascenso meteórico, que con tan solo dos álbumes la conexión con el público y la identidad de sus textos sea esta. Pero lo cierto es que los lustros de veteranía sobre el escenario pesan y el factor de coincidencia, el hito, es haber logrado el concepto y haber alineado a los cuatro miembros de la formación.
Un discurso mucho más ecléctico es el de Fangoria, en una de las carreras más raras del pop en España y para la que se necesita todavía algo más de tiempo para ser analizada. Quizá todo se resuma en los últimos diez minutos de un directo que tuvo a una Alaska entre la contención y la corrección. Hace apenas una semana, mantenía sobre el escenario del Olympia su obra de teatro junto a Mario Vaquerizo y Bibiana Fernández en un fin de semana de lo más amargo por la muerte de David Delfín. Muerte que tuvieron que sobrellevar actuando con una comedia ligera y que una semana después, se intuye, sigue teniendo su peso en los citados, personas muy cercas al diseñador fallecido. Pero acudamos a esos últimos 10 minutos de su directo: 35 años después de haber sido compuesta, la banda pregrabada y algún sonido ‘real’ empiezan a hacer sonar ‘Bailando’. El tótem del pop de los 80, compuesta -¿recuerdan lo de ‘València ciudad de músicos?- por dos valencianos, atrona el escenario principal de Les Arts. Como en el resto del directo, nada suena especialmente bien y la voz de Olvido está hundida por volumen. Nacho Canut, uno de sus dos autores junto al desaparecido Carlos Berlanga, mantiene su gélida posición pese a que unas 18.000 personas botan con el clásico que acaba enlazándose con ‘Bailando’, esa revisión que hizo Astrud del veraniego tema de Paradiso. Cuando el estado de gracia parece insuperable, Fangoria rinde homenaje a ‘Toro’, la canción que nunca sabremos si aupó o detonó la carrera de El columpio asesino. Con el acelerador pisado a fondo, en uno de esos homenajes que tanto ha gustado siempre hacer al dúo (hace 10 años homenajearon a Chimo Bayo cuando este se encontraba en un desierto de repercusión), el millonario enclave se convertía en una discomóvil y Alaska entonaba ‘Yo quiero bailar’; sí, la canción de Sonia y Selena. El indescriptible momento se remató con unos fuegos artificiales que deslumbraron hace un año durante el concierto de Izal y que parece que hayan pasado a formar parte del programa del festival. El resultado, en versión audio, se puede escuchar al entrar durante estos días a la web de Les Arts.
El viernes se cerró con otro dúo dedicado a nutrir de recursos el baile nocturno. Tan de capa caída en su carrera como Jake Bugg, los alemanes Digitalism dieron rienda suelta a su espectáculo en ‘modo Live’. Un live que, como han demostrado desde hace años, se reduce a cantar alguno de sus temas propios y no llevan absolutamente toda la sesión pregrabada en una tarjeta SD. Con una sábana blanca gigante en el frontal del escenario (como memorable aportación estética a la palidez calatravesca), la noche se cerró con el personal manteniendo la enésima conversación de la velada.
¿Creen que esta suma de objeciones a lo que se espera de una serie de conciertos de música levantó alguna ampolla en las redes sociales del festival? Negativo. Y les puedo asegurar que la empresa se cuida mucho -es decir, que no lo hace- de borrar comentarios. A lo descrito, el mensaje más aplaudido por los seguidores del festival en Facebook fue: “No esperaba, ni de lejos, que fuese lo que ha sido... bravo, espectacular”. “Sensacional”, “espectacular”, “Me ha encantao”, “Bestial”, “Final apoteósico” y una idea generalizada de lo que se puede entender como éxito. ¡Ah!, y entre todo tipo de halagos y aplausos, una voz disidente, como un eco desnortado: “No me lo puedo creer!!! A nadie más a que a mí le indignó ver un estudiado playback de Fangoria??? Si Alaska no tiene edad para cantar, que se quede en los estudios de televisión....”.
La cultura de los festivales, la tradición de haber trasladado el core business de la música popular hasta eventos masivos y veraniegos, desdibuja en gran medida las propuestas de muchas de las bandas. Hace mucho tiempo, quizá tanto que fue en una galaxia muy muy lejana, había grupos que sin ningún complejo elegían no participar en estos eventos. No era el lugar idóneo para ofrecer su idea artística y otro tipo de ingresos a partir de una industria tan boyante como nadie hoy imagina permitían que no todo el catálogo de autores acabara en un cartel de festival. En la actualidad, la temporada de festivales se convierte en la bombona de oxígeno para mantener muchos proyectos musicales, pero también en un escenario imprescindible para darse a conocer. A menudo, no tanto por el público a conquistar a según qué horas, sino por aquello de mantener el constante nivel de comunicación a través del lado marquetiniano de todo este asunto.
El sábado a las 15:15 horas actuó Meridian Response, una de las bandas más interesantes surgidas del concurso provincial pop y rock Sona la Dipu: la puerta se abrió a tiempo, pero apenas 20 intrépidos -músicos a un lado- soportaron el golpe de calor Poco después lo haría Geografies y más tarde Nudozurdo. De lo sucedido, casi lo más relevante tiene que ver con el termómetro que impedía que público saliera de los estrechos márgenes de sombra. Eso y la constante de las pruebas de sonido entre canción y canción del protagonista del momento. La primera actuación de cierta normalidad en el contexto fue la de Maga. Estuvieron brillantes y sacaron un rendimiento a la situación a destacar. Los sevillanos, los mismos Nudozurdo e Iván Ferreiro han publicado en los últimos meses algunos de los mejores trabajos de su carrera. Discos capaces de mutar profundamente según cada contexto. Con este último, la propuesta artística se encontró con una novedad abiertamente cuestionable. Mientras el de Vigo cantaba eso de /yo rompí todas tus fotos, tú no dejas de llamarme/ hacía acto de presencia un silueteado sobre las pantallas gigantes: el Kiss Arts. Si hay tres temas a los que Ferreiro ha dedicado versos a lo largo de su carrera como músico, esos son los cómics y la ciencia ficción (que dan título a canciones, discos, que le inspiran constantemente…) y el desamor. El desamor sangrante, para ser más precisos. A lo largo del concierto, mientras el intérprete soltaba sus patadas a veces de sentimiento, a veces de resiliencia, en las pantallas gigantes aparecía el Kiss Arts y alguna pareja -casi siempre- se besaba. Para quien esto no le pasó desapercibido, la palabra que mejor define lo sucedido es escrache. Nuevamente, la intención seguro que no era violenta ni mala. La sensibilidad, desde luego, fue muy baja. El mismo jueguecito en la pantalla durante el concierto de Kakkmaddafakka no resultó tan inoportuno.
Entre la anécdota y el valor de los nombres invisibles de lo que sucede en un festival, en el escenario Coolway Freestyle, Luis Martínez, el productor tras los estudios Little Canyon, se marcó cuatro conciertos seguidos: Nudozurdo, Modelo de Respuesta Polar, Was y La Habitación Roja. Como si de un crescendo se tratara, cada uno de ellos fue a mejor como si hubieran dejado a los mandos del asunto a un profesional durante horas… que era lo que había sucedido exactamente. Modelo y Soledad Vélez fueron los conciertos valencianos más destacados de la jornada, especialmente el crecimiento en torno a su concierto de la chilena que ya no puede estar más cómoda con la relación entre las canciones y el público. La Habitación Roja, que hace ahora dos años celebró su concierto en la primera edición de Les Arts casi como una fiesta política por el cambio de gobierno en la ciudad, volvió a contar con los discursos de Jorge Martí cuando actúa aquí. Pocos escenarios se prestan más (por fidelidad, por tradición, por repetición) a que sus conciertos en Les Arts sean algo así como un aval, como una baza para el encuentro. De festivales saben tanto o más que ellos Sidonie, el primer gran concierto del día en el escenario Heineken que con esa sensación habitual de no despeinarse para hacer el rock que hacen convencieron mientras se apagaba la tarde.
A The Vaccines y Kakkmaddafakka lucharon por conectar con el público, contento y sonriente en todo momento; de fiesta. Los primeros con canciones, en otra de esas canciones que pintan a fundido a negro y que se ha vuelto a cruzar con el cartel de Les Arts; los noruegos, emulando pasajes de El Rey León, con una bandera gigante que incluía su nombre -además del telón de fondo o de estar en lo alto del cartel del festival-, con las típicas contestaciones coreadas entre público y artista, con la camisa arrancada… hace unos años, cuando tocaban en salas inhóspitas para la música en directo como lo fue Murray, allí, su expresividad no era distinta. Su caché, sí. Del concierto de La Casa Azul solo habría que destacar un par de asuntos: que si el Festival de Les Arts pretende que su cartel sea una fiesta de cabo a rabo, la idea pop edulcorada de Guille Milkiway debería figurar como artista fijo de su cartel; lo otro, que, de nuevo, el sonido se convirtió en un paisaje ambivalente con vahídos en la PA en los que a veces parecía que se iba a apagar el escenario entero. Quizá entonces alguien se hubiera percatado de la precariedad sonora. ElyElla pusieron el confeti y pincharon por primera vez 'en directo' las canciones de su disco Magic. Quizá por ello el público no entendió el conjunto de su sesión.
Durante los últimos años, la Ciudad de las Artes y las Ciencias se ha convertido en una arma arrojadiza política. La reconciliación de los vecinos con el complejo de Santiago Calatrava es todavía un asunto delicado y quizá siga siéndolo hasta que se acabe de pagar su coste. Si para algo ha servido el conjunto de edificaciones es también para definir un proyecto cultural y de infraestructuras: la política de los contenedores. Grandes contenedores, mastodónticos, pero… ¿qué hay de su contenido? El Palau de Les Arts pelea por tener un estatus mínimo frente al Ministerio de Cultura que da más ayudas a los Amigos de la Ópera de Bilbao que al coliseo valenciano. Solo el Oceanogràfic -genial diseño de Félix Candela y de gestión pública desde hace más de una década- ha sido capaz de escaparse de esa sensación transversal de que la relación entre continente y actividad es desproporcioandamente distinta. Les Arts ya es un gran contenedor. La robustez de la empresa que lo impulsa y la posición de sus propietarios en el sector evitan el menor titubeo sobre su continuidad en el espacio para los próximos años (8 y 9 de junio serán sus fechas en 2018).
¿Y, ahora, qué hay de su contenido? Del contenido siempre se puede intuir que hay una relación directa entre el margen de beneficio y la entidad del cartel. Las actividades paralelas y talleres tienen un papel de coste y un impacto en el público todavía minoritario. La potencialidad de elevar el cartel es también la fragilidad de atacar sus márgenes de precio, que ya han ido subiendo progresivamente. No lo ha hecho el listón de su propuesta artística en términos generales.
No obstante, esa idea de la exigencia dependerá finalmente de las sensibilidades internas o de una ambición distinta a la económica. Si el festival hace como toda empresa del siglo XXI y escucha a sus usuarios, si atiende a los mensajes lanzados en sus perfiles en las redes sociales, si ese es el balance, Les Arts no debería cambiar un ápice su enfoque. Incluso, si convenimos que el cartel de su segunda edición era de media algo superior al de este pasado fin de semana, podemos entender que al público ese aspecto, el musical, no es exclusivamente lo único que se preocupa. Si es así, el único gran festival de música al aire libre de València se quedará en la segunda o tercera fila desde la que opera. Sin eludir sus limitaciones (espacio singular, horarios limitados, fecha, grandes costes de partida…), cabría imaginar que en València cabe al menos alguna otra posibilidad de este tipo. Eso o esperar que Les Arts ambicione otro estatus y enriquezca la oferta cultural de la ciudad desde un escalón distinto.